Disolución
Sabemos lo que tendríamos que hacer, lo que sería mejor que pensáramos y sintiéramos, los patrones que deberíamos evitar…
Entonces, ¿por qué no lo hacemos? ¿Por qué no nos quedamos de una vez con los pensamientos buenos, con las sensaciones que nos gustan y acabamos ya con todos los cansinos procesos de gestión, trabajo y esfuerzo?
No funciona, ¿verdad?
Al observarlo, no cuesta mucho ver que algo no cuadra en toda esta historia del "yo" que controla, decide y dirige su vida hacia una mejor versión de sí mismo.
Una cosa son todas las ideas aprendidas acerca de lo que tienes que hacer, gestionar y conseguir, y otra muy distinta es lo que tu propia experiencia te muestra una y otra vez: en cualquier momento dado te sientes como te sientes, piensas lo que piensas y haces lo que haces. No hay otra opción.
Y las explicaciones de por qué la experiencia del momento no es como me gustaría se van sucediendo: "No sé hacerlo, no tengo voluntad, me falta compromiso, disciplina, responsabilidad, información, práctica…"
Pero quizás lo que sucede es algo mucho más simple, algo tan evidente que está oculto a plena vista.
Quizás es que no es posible cambiar una emoción o un pensamiento, nada más.
Quizás este momento es siempre exactamente como es y nunca puede ser distinto.
Quizás lo que es, esto, fluye por sí mismo, no es creado nunca por nadie ni hay nadie que pueda o necesite cambiarlo.
Quizás, al contrario de lo que siempre te han dicho, el proceso espiritual no es de adquisición, gestión y mejora sino de disolución.
Disolución de aquel que se vive separado de lo que es y trata de gestionarlo y mejorarlo. De aquel que está en desacuerdo con el momento y trata de convertirlo en otra cosa.
Es la posición identitaria separada e ilusoria, el "falso yo".
Y mientras busca formas de trabajarse y superarse, de dirigir su transformación hacia un futuro mejor, este "yo" se siente atraído por aquello que supondrá su fin: la verdad.
Pero cuando entra finalmente en contacto con una indicación clara hacia la realidad, es como una pastilla efervescente cayendo en un vaso de agua.
Lo que se inicia es una disolución que no tiene nada que ver con los deseos y proyecciones de la pastilla.
La pastilla no está a cargo del proceso. No puede cambiarlo, acelerarlo ni resistirse a él. No es "suyo" ni para ella, no la llevará a convertirse en una mejor versión de sí misma, ni en una pastilla despierta, evolucionada o iluminada.
La disolución simplemente sucede como sucede, ante la perplejidad del individuo ilusorio que cree que debería poder hacer o dejar de hacer algo, que debería poder dirigir su proceso hacia algún destino imaginario.
Pueden surgir quejas, historias, proyecciones e intentos de resistir o acelerar el cambio, pero todo ello no son más que burbujas en el agua, formas espontáneas de la inevitable danza de desintegración.
El falso yo no es más que una contracción identitaria envuelta en una narración de esfuerzos, compromiso, logros, fracasos… Es un automatismo sin voluntad ni existencia propia. Es una ocurrencia de limitación en lo ilimitado. La disolución fue siempre su único destino.
Y lo que esta disolución revela es que no hay distancia entre tú y lo que deseas.
Que no hay un proceso que te lleve desde donde estás hasta donde creías que deberías estar.
Que no hay mejora, evolución, gestión ni recompensas para ese yo que nunca existió.
Que mientras todo lo que se puede disolver se desvanece, tú permaneces.
Que nunca fuiste la pastilla sino siempre el agua, siempre esta plenitud, envuelta en un juego inocente consigo misma.
Que todo aparente proceso hacia "ahí" es en realidad un velarse de que aquí está todo lo que siempre has buscado.